Una voz para la vida

Un día, Rocío decidió que jamás dejaría de cantar. Tiene 68 años y tres veces por semana se levanta a las tres y media de la madrugada para llegar a la escuela del barrio donde, alegres, la esperan sus pequeños alumnos, para disfrutar de la clase más divertida de toda la semana: clases de canto.


La esfinge del Santo Niño Jesus de Praga le da la bienvenida cuando llega a la escuela de Catia que lleva el mismo nombre del Milagroso Niño. Ella le sonríe, con una pequeña reverencia de la cabeza, dándole las gracias por ese nuevo día. Un nuevo día en el que sus alumnos de la escuela popular de la Orden de los Padres Carmelitas, de la Parroquia San José Obrero, la esperan para jugar con ella a cantar.

María Rocío Asuaje es profesora de canto, criada por dos tías, una secretaria y la otra música porque su madre murió cuando tenía apenas un año. No la recuerda. Proviene de una prestigiosa familia oriunda de la cuna musical de Venezuela: el estado Lara, y forma parte de un linaje en el cual se destacan compositores y directores desde el siglo antepasado.

Formada en la Escuela de Música Juan Manuel Olivares, bajo la tutela de su tía Ana Mercedes Asuaje de Rugeles, la reconocida compositora de memorables piezas del repertorio musical venezolano, Rocío lleva la música en sus venas por genética. Fue la primera alumna en graduarse de la academia habiendo cursado todas la materias del pensum, fundadora de la Schola Cantorum de Venezuela y con un postgrado en folklore. Sus maestros la llamaban «Lloviznita», por aquello del rocío «que no moja pero empapa».

A Rocío un día, a destiempo y sin motivo aparente, en el año 2009, la jubilaron del magisterio, donde desde hacía más de 30 años era una apasionada y excepcionalmente bien formada profesora, en la misma academia en la cual se había formado y el alma mater de destacados músicos académicos, muchos de los cuales fueron sus alumnos. La vida también quiso jubilarla del canto. Su alma se había entristecido y junto con ella, también sus cuerdas vocales. Un buen día, le diagnosticaron cáncer de laringe.

—La vida me dio la oportunidad de poder trabajar nuevamente con lo que más me apasiona. Le estoy muy agradecida, — comenta emocionada mientras subimos las escaleras de la escuela hacia el segundo piso. Es una mujer con porte, mide al menos 1.75 metros y viste un uniforme de pantalones negros y camisa gris tipo «Columbia».

Mientras atravesamos el pasillo que nos lleva al salón de música, cuenta que después de una delicada operación que limpio profundamente sus cuerdas vocales, debió pasar muchos días sometida a un agresivo tratamiento de radioterapia, y conmovida explica que los médicos le dijeron que probablemente más nunca podría volver a cantar.

— En esos tiempos los tratamientos eran muy agresivos, era cuestión de vivir o cantar, así que no quedó más remedio que optar por vivir, ser fuerte y resistir. Y por supuesto aplicar todos los remedios de la abuela como las cataplasmas de hojas de café, amarradas con un pañuelo alrededor de la garganta.

Rocío pasó meses casi en silencio después de concluir su tratamiento. Los médicos le dijeron que debía esperar pacientemente hasta que sus cuerdas vocales se recuperaran. Sólo el tiempo diría si en algún momento volverían a vibrar para poder cantar una afinada melodía. Entonces, se dedicó a la cocina.

— En mi época te educaban en todas las artes, y en mi caso la cocina ocupo un lugar destacado. Siempre me gustó —comenta con una sonrisa nostálgica.

Durante unos cuantos años, en medio de una difícil situación económica, asumió las artes culinarias como su modus vivendi, en silencio, sin poder ni siquiera entonar una melodía. Sólo cantaba en su mente, sin pronunciar palabra, marcando el tiempo de la música con su bien afilado cuchillo sobre la tabla de madera, mientras cortaba las cebollas y los pimentones, en ese nuevo oficio de su vida. Cinco años después, la declararon «libre de cáncer» y pudo comenzar a cantar. En su cocina.

—¿Crees en el sincro-destino ? —me pregunta filosófica —pues coincidencialmente poco después de que me dieron por «curada», me llamó una querida amiga y colega y me invitó a formar parte de éste fabuloso proyecto — cuenta orgullosa mientras entramos al salón, en cuya entrada hay una moderna placa de acrílico que dice: Fundación Enclave.

Hoy, Rocio forma parte del equipo del Programa «Música para Todos», de una asociación sin fines de lucro, comprometida con el desarrollo integral de los niños venezolanos, que conjuga dos elementos importantes: el potencial de las nuevas generaciones para construir un mejor futuro y la música como una excelente herramienta para explorarlo. Los profesores de la fundación son profesionales calificados, con experiencia en docencia y pedagogía musical, así como el conocimiento, dominio y ejecución de los instrumentos propios de la educación musical inicial.

Impartimos estudios en las etapas de preescolar y básica, en forma gratuita en escuelas ubicadas en zonas de escasos recursos —cuenta orgullosa mientras entramos al salón —y el único requisito es que el colegio cuente con un aula exclusiva para las clases. No es muy grande, pero sirve… —comenta, mientras abre el escaparate donde se encuentran los instrumentos musicales, una pequeña fortuna, que provee su fundación. Saca cuidadosamente los xilofones que utilizarán sus alumnos de tercer grado para la clase de hoy.

Son las 7:30 de la mañana. Los xilofones se encuentran sobre las sillas plásticas y los chamos sonrientes irrumpen en el salón con la energía que los caracteriza a esa hora de la mañana. Se ubican sentados en el piso y el asiento de la silla sirve como mesa para el instrumento.

Comienza la clase. Fluye el lenguaje de la música: Do..Re…Mi… las claves, los pulsos, las corcheas; el Do grave y el Do agudo.

— Cantemos —pide la profesora Rocío, señalando el pentagrama en el pizarron y entona el solfeo. La sigue un coro de voces tímidas y desafinadas que adquieren fuerza y entonación bajo la sabia dirección de una maestra experta. Una pequeña coral en formación.

Los niños sacan la tarea, una corta melodía que han creado, que ejecutarán en los pequeños xilofones, que tienen botones de colores identificando cada nota musical para facilitar el aprendizaje. Colocan los cuadernos en el respaldar de la silla cuan pequeños directores.

— Lo hermoso de enseñar en escuelas como estas, es que a la academia formal llegan los niños que tienen la posibilidad y el talento para asumir como disciplina el canto y la música. Aquí se descubren los talentos que jamás hubiesen surgido sin esta iniciativa — comenta Rocío mientras el segundo grupo de esa mañana hace su fila en el pasillo para entrar al salón. Son 4 clases. Cada clase tiene una duración de 45 minutos.

Un total de 100 pequeños músicos en potencia pasaron por el aula de la profesora Rocío Asuaje esa mañana. A simple vista se pueden percibir aquellos que podrían tener una vocación musical. Los que no, destacarán en el futuro por ser los más divertidos en su entorno porque al menos un cuatro o una guitarra sabrán tocar; o entonar una afinada melodía en las parrandas de su vida adulta.

Suena el timbre que anuncia el final de la jornada escolar matutina. Del aula de la profesora Rocio los niños salen en perfecto orden, parsimoniosos, con la actitud de los músicos que abandonan el escenario después de un recital. Una vez que traspasan el umbral, se unen a la estampida propia del momento.

Afuera, como en cualquier colegio de Venezuela, en la estrecha y empinada calle El Carmen de Catia, los padres aguardan aglomerados en la puerta para recoger a sus hijos. Unos a pie, otros en carros destartalados pero que aún cumplen su función, otros en motos que se los llevan de a dos a la vez.

—¡ Adiós Profe! —se oye un grito en la calle y una pequeña y grácil mano, detrás del vidrio sucio de un Sierra, envía un beso por el aire a la profesora Rocio. Ella, con afecto lo atrapa con una sonrisa.